Intentaba un padre, a finales de otoño, pulir la enseñanza
de montar en bici a su hijo. Los observaba desde un banco mientras lo árboles
seguían llorando hojas. El hombre se encontraba inmerso en un estado de estrés,
causado por saber, que seguramente, ese sería uno de los últimos domingos
soleados antes de tener que colgar hasta nuevo aviso la bicicleta.
Las tardes de los domingos de otoño tienden a tener ese
regusto de últimas salidas por carretera, de apreciar cada kilómetro cómo un
postre, un café, un final de temporada o de comida. Esa sensación de casi estar
saciado de asfalto. Y necesitar un
descanso, un reposo, digerir y volver a criar hambre para cuando el sol ya no
circule tan bajo, ni tan húmedo esté el suelo. Las piernas al pedalear
temprano parecen escarcharse y les cuesta entrar en calor. Después el sudor se
pega al cuerpo y lo refrigera más de la cuenta. Vives entre el frío y la transpiración,
avanzando más como una yunta que unos ciclistas. Unidos por un yugo invisible de seguir rodando. Por saber que el
invierno, el paro obligado, está a la vuelta de la esquina y es difícil intuir
si será largo o corto. Seguramente, por eso, aún estando ya casi saturado o
harto de sacrificio, decides estos últimos domingos de otoño, prolongar la
vuelta dilatando la generosidad que pretendes creer servirá para un futuro no
muy lejano.
Procuraba el padre dejar el aprendizaje finalizado igual que
intentan los profesionales cerrar la temporada, para poder en seguida, empezar
la pretemporada. Igual que leemos los aficionados las últimas noticias de altas,
bajas, cierre de plantillas, de patrocinadores, de compra o venta de equipos y como la maldita crisis lo carcome antes, de que empiece todo, de nuevo.
Felices Fiestas.
Llega el tiempo de encerrarse en el garaje o ir por montaña.