El gris del cielo augura tormenta. Y sin embargo, me parece
un plan perfecto para pasar la tarde de un martes cualquiera enfrente al
televisor. Etapa reina del Giro y su cielo, es más amenazador que el mío. Las
heroicidades se consiguen con todo en contra.
La primera ascensión, el calentamiento, es el Gavia a ritmo
de unos MoviStar intratables. El frío parece algo exterior a todos esos cuerpos
esqueléticos que suben resoplando bajo un lluvia fina que cala hondo. Arriba,
les espera la nieve para posarse en sus chubasqueros igual que se posa en la
montaña. El descenso es únicamente para intrépidos, para personas a las que
quizás, y bien lo saben, a parte de la vida, se jueguen un futuro mejor por
brillar en esas cumbres legendarias dónde otros valientes, algunos incluso ídolos,
ya lo hicieron. Sin tregua, se sube el Stelvio a ritmo aniquilador para un pelotón
ya muy mermado. Cada vez con menos unidades. Al coronar, la nieve y la confusión.
Confusión por creer que el descenso
estaba neutralizado sin ser así. Y unos kilómetros más abajo saliendo de la
niebla como de la confusión un pequeño y moreno Nairo, que cambiándose las
gafas de agua por unos de un cristal más oscuro se le pode observar en su mirada la
obstinación para la hazaña. Acompañado por unos actores secundarios que se caeran
poco a poco igual que la fruta madura en el transcurso de los kilómetros finales
hasta a meta, el último Hesjedal. Tirado por su compañero Izaguirre que hasta
dónde llega lo da todo, como siempre hacen los fieles escuderos. Después,
Rolland y Hesjedal, se niegan una y otra vez a darle un relevo al pequeño colombiano
que parece alado hacía su destino; un sueño Rosa.
Las epopeyas son el conjunto de hazañas y hechos memorables que
hace una persona. Nairo, con 24 años y habiendo aprendido a montar en bici a
los 15, va a un ritmo para entrar en la épica del ciclismo, pero sin duda, para
conseguirlo, necesita un archienemigo a su altura.
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